3 de Agosto – XVIII Domingo en el Tiempo Ordinario

Mis Queridos Amigos,

Este próximo lunes, 4 de agosto, la Iglesia celebra la Fiesta de San Juan María Vianney, quien es el patrón de los sacerdotes diocesanos y seminaristas. San Juan Vianney fue un sencillo sacerdote que pasaba horas y horas en el confesionario y tenía un gran fervor por la Eucaristía. Él ofreció esta profunda catequesis sobre el sacerdocio, que es un recordatorio humillante para sus sacerdotes diocesanos de la santidad de esta vocación a la que Dios nos ha llamado:

Hijos míos, hemos llegado al Sacramento del Orden. Es un Sacramento que parece no tener relación con ninguno de ustedes, y que sin embargo se refiere a todos. Este Sacramento eleva al hombre hacia Dios. ¿Qué es un sacerdote? Un hombre que ocupa el lugar de Dios, un hombre investido de todos los poderes de Dios. «Ve», dijo Nuestro Señor al sacerdote; «como mi Padre me envió, yo te envío. Me ha sido dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones… Quien os escucha, me escucha a mí; quien os desprecia, me desprecia a mí». Cuando el sacerdote remite los pecados, no dice: «Dios te perdona», sino: «Yo te absuelvo». En la Consagración, no dice: «Este es el Cuerpo de Nuestro Señor», sino: «Este es mi Cuerpo».

San Bernardo nos dice que todo nos ha llegado por María; y también podemos decir que todo nos ha llegado por el sacerdote. Sí, toda la felicidad, todas las gracias, todos los dones celestiales. Si no tuviéramos el Sacramento del Orden, no tendríamos a Nuestro Señor. ¿Quién lo colocó allí, en ese sagrario? Fue el sacerdote. ¿Quién recibió tu alma al entrar en la vida? El sacerdote. ¿Quién la nutre, para darle fuerza para su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esa alma llega a la muerte, ¿quién la resucitará, quién le devolverá la calma y la paz? De nuevo, el sacerdote. No puedes recordar una sola bendición de Dios sin encontrar, junto a este recuerdo, la imagen del sacerdote.

Confiésate con la Santísima Virgen o con un ángel; ¿te absolverán? No. ¿Te darán el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor? No. La Santísima Virgen no puede hacer descender a su Divino Hijo en la Hostia. Podrías tener doscientos ángeles allí, pero no podrían absolverte. Un sacerdote, por sencillo que sea, puede hacerlo; puede decirte: «Vete en paz; te perdono». ¡Oh, qué grande es un sacerdote! El sacerdote no comprenderá la grandeza de su oficio hasta que esté en el Cielo. Si lo comprendiera en la tierra, moriría, no de miedo, sino de amor. Los demás beneficios de Dios no nos servirían de nada sin el sacerdote. ¿De qué serviría una casa llena de oro si nadie te abriera? El sacerdote tiene la llave de los tesoros celestiales; es él quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios, el distribuidor de su riqueza. Sin el sacerdote, la Muerte y Pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. Mira a los paganos: ¿de qué les ha servido que Nuestro Señor haya muerto? ¡Ay! No pueden participar de las bendiciones de la Redención mientras no tengan sacerdotes que apliquen Su Sangre a sus almas.

El sacerdote no es sacerdote para sí mismo; no se da la absolución a sí mismo; No se administra los sacramentos a sí mismo. No es para sí mismo, es para ti. Después de Dios, el sacerdote lo es todo. Deja una parroquia veinte años sin sacerdotes; adorarán a bestias. Si el Padre misionero y yo nos fuéramos, dirías: “¿Qué podemos hacer en esta iglesia? No hay misa; Nuestro Señor ya no está; mejor rezamos en casa”. Cuando la gente quiere destruir la religión, empieza por atacar al sacerdote, porque donde ya no hay sacerdote no hay sacrificio, y donde ya no hay sacrificio no hay religión.

Cuando la campana te llama a la iglesia, si te preguntaran: “¿Adónde vas?”, podrías responder: “Voy a alimentar mi alma”. Si alguien te preguntara, señalando el sagrario: “¿Qué es esa puerta dorada?”, dirías: “Ese es nuestro almacén, donde se guarda el verdadero alimento de nuestras almas”. “¿Quién tiene la llave? ¿Quién guarda las provisiones? ¿Quién prepara el banquete y quién sirve la mesa?”. “El sacerdote.” “¿Y qué es el alimento?” “El precioso Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor.” ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Cuánto nos has amado! Mira el poder del sacerdote; de un trozo de pan, la palabra de un sacerdote crea un Dios. Es más que crear el mundo.

Que Dios los bediga a todos,

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