3 de Marzo – III Domingo de Cuaresma

Mis Queridos Amigos,

“Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. (Juan 2:19.)

Como sacerdote, muchas veces he tenido que caminar con un feligrés que se está recuperando de la adicción al alcohol o a las drogas. Siempre me edifico cuando veo el progreso que hacen cuando se rinden al Señor durante su recuperación. Sin embargo, incluso cuando se rinden, no siempre es fácil. La rehabilitación a menudo puede volverse violenta. Cuando estamos tratando de recuperarnos de una adicción o un vicio, las cosas se complican. Por lo tanto, es lógico que cuando nos alejemos del vicio del pecado, el diablo hará todo lo que esté a su alcance para luchar contra nosotros y causar estragos. Pero ahí es cuando debemos dejar entrar a Jesús y limpiar el templo de nuestros corazones tal como limpió el templo en el evangelio de hoy. Hace unos años, uno de mis compañeros de seminario, ahora Vicario General de la Diócesis de San Agustín, escribió esto: “¡Señor, entra en el templo de mi corazón y empieza a tirar las mesas! ¡Destierra de mi corazón todo lo que no te pertenece!” Pero Jesús no se abrirá paso en los corazones, tenemos que dejarlo. El pecado construye un muro de piedra alrededor de nuestros corazones que es más duro y obstinado que las piedras que formaban el antiguo templo. Este muro nos hace insensibles al pecado. Seguimos repitiendo los mismos errores una y otra vez porque ya no sentimos remordimiento, culpa, vergüenza y ya no nos lastiman nuestros pecados. Con el tiempo, el pecado nos agobiará hasta el punto de que olvidemos que la misericordia de Jesús existe.

La oración inicial o colecta de la Misa de hoy resume perfectamente lo que la Iglesia está tratando de comunicarnos este domingo cuando dice: “Oh Dios… Mira con gracia esta confesión de nuestra humildad, para que nosotros, que estamos doblegados por nuestra conciencia, seamos siempre levantados por tu misericordia”. El pecado es como una roca que llevamos sobre nuestros hombros. El pecado nos deshumaniza, nos debilita y no nos deja ver el rostro glorioso de nuestro Señor. ¿Es de extrañar que tengamos que implorar en nuestras oraciones ser “levantados” por la misericordia de Dios? Necesitamos que entre en nuestros corazones para echar fuera todo mal como echó fuera a los comerciantes en el templo. Necesitamos que nos quite ese peso de encima para que podamos mantener la cabeza en alto y ver su gloria. Por eso debemos acogernos al sacramento de la confesión. El confesionario es donde las cosas pueden complicarse, pero salimos limpios como un silbido. Jesús hace el trabajo sucio. Él echará fuera todo lo que es malo. Él desechará lo que no pertenece a nuestros corazones. La Cuaresma es el tiempo perfecto para limpiar nuestras almas en la confesión. Haz un buen examen de conciencia. Ve a confesar tus pecados. Siente el poder de Su misericordia. Jesús quiere hacer algo nuevo. Él quiere derribar tu viejo yo y criar a un nuevo hombre o mujer. ¡El único inconveniente es que tenemos que dejarlo entrar! Así que a medida que continuamos nuestro camino de Cuaresma, hazte esta pregunta: “¿Voy a dejar que Jesús haga algo nuevo dejándolo entrar en mi corazón?”

Los dejo con una sencilla oración de entrega. La oración de San Ignacio de Loyola:

Toma, Señor, recibe toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento,
toda mi voluntad,
todo lo que tengo
y todo lo que poseo.
Tú me lo diste todo, Señor;
yo te lo devuelvo todo.
Haz con él lo que quieras,
según te plazca.
Dame, tu amor y tu gracia;
porque con esto
tengo todo lo que necesito.
Amen.

Que Dios los bendiga a todos,

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