Columna por el Arzobispo Thomas Wenski, Arquidiocesis de Miami
En los últimos meses, hemos sido testigos de cómo estatuas de héroes cívicos son atacadas y profanadas en todo el país: estos casos han incluido a personajes históricos de reputaciones cuestionadas (por ejemplo, “héroes” de la Confederación), pero también a estatuas de personajes históricos como Cristóbal Colón, Ponce de León , Ulises S. Grant, Abraham Lincoln y Andrew Jackson, entre otros. Ninguno de ellos era un “santo”. Como todos nosotros, eran seres humanos imperfectos. Pero incluso los “santos” han tenido, en muchos casos, pasados desagradables. Por ejemplo, San Pedro negó a Cristo y San Pablo persiguió a la Iglesia naciente. Sin embargo, sus imágenes adornan muchas de nuestras iglesias junto con las imágenes de Jesús y su Madre sin pecado, María.
Dada la polarización de nuestra sociedad, quizás era predecible que algunos dirigieran también su ira contra las imágenes religiosas y no simplemente a las seculares. En las últimas semanas, una serie de estatuas católicas han sido vandalizadas y profanadas. Aquí en Miami, la estatua de Cristo Buen Pastor fue decapitada en el exterior de la Iglesia Good Shepherd; en Ocala, un hombre arremetió con su automóvil contra la iglesia católica Queen of Peace y trató de prenderle fuego. El humo arruinó varias obras de arte religioso. Aunque las motivaciones de estos ataques siguen siendo oscuras, resultan inquietantes.
Esta nueva ola de iconoclastia no implica simplemente la destrucción de propiedades y, en algunos casos, de obras de arte invaluables; también expresa desprecio por las creencias, valores y prácticas de una comunidad de fe, y fácilmente podría escalar a causar daño físico a los miembros de estas comunidades de fe. Y, en los últimos días, se lanzó un cóctel Molotov contra la iglesia Sacred Heart de Weymouth, en Massachusetts, el último de una serie de ataques contra propiedades católicas en ese estado. Es por eso que nuestros hermanos y hermanas judíos se toman muy en serio cualquier vandalismo contra sus sinagogas. La historia de muestra que su preocupación no está fuera de lugar.
El arte sacro relata una historia, una historia que debe llevarnos “a la adoración, a la oración y al amor de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2502). Estatuas, pinturas e incluso edificios de gran valor arquitectónico son obras de arte, y cada obra de arte hace una declaración. En la Iglesia Católica, el arte sacro se llama “sagrado”, precisamente porque tiene la intención de llevar a las persona hacia Dios, al misterio que ha inspirado la estatua, la pintura o el edificio.
Ha sido más que decepcionante, entonces, que una congresista estadounidense caracterizara una estatua de San Damián de Molokái, colocada por el estado de Hawai en el Statuary Hall (Salón de las Estatuas) del Congreso, como un ejemplo de “patriarcado y cultura supremacista blanca”. Esta intolerancia tan estrecha no respeta al pueblo de Hawai, ni la memoria de alguien que, al servir a los marginados y excluidos, sirvió a “los más pequeños, los últimos y los perdidos”, siguiendo el ejemplo de Cristo. Sin embargo, el rostro de Damián desfigurado por la lepra es hermoso porque, como escribió San Juan Pablo II, “… la belleza es la forma visible del bien”. (“Instrucción: La inculturación y la Liturgia Romana”).
Por supuesto, si el arte relata una historia, la gente quiere verse a sí misma en la narrativa. La aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, cuya imagen milagrosa fue impresa en la “tilma” de San Juan Diego, hizo precisamente eso. A San Juan Diego se le apareció como una persona con la que se podía identificar fácilmente; ella se veía como él. Hablaba en su idioma y se vestía de una manera que él podía reconocer.
El arte sagrado de la Iglesia refleja la diversidad de las culturas humanas, y no simplemente el “patriarcado” o la “cultura supremacista blanca”. El arte sacro permite que el Evangelio entre en una cultura y hable en el idioma y los símbolos de esa cultura. Por eso no es sorprendente encontrar imágenes de María o incluso de Jesús, que eran judíos de Oriente Medio, representadas no solo con rasgos europeos sino también con rasgos asiáticos, africanos y, en el caso de Nuestra Señora de Guadalupe, con rasgos aztecas.
El arte religioso instruye e inspira. Nos recuerda la gracia de Dios y eleva nuestra mente y nuestro corazón hacia Aquel que nos ama tan plenamente. Para citar de nuevo a San Juan Pablo II: “Para comunicar [este] mensaje… la Iglesia necesita del arte. El arte debe hacer perceptible, y en la medida de lo posible atractivo, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios ”.
Esto explica por qué la destrucción del arte religioso, la desfiguración o daño de estatuas e iglesias es tan odiosa. Hoy, más que nunca, nuestro arte debe relatar esta historia, la historia de la Buena Nueva: Cristo vino a salvar al mundo y a todos los que lo habitan (Juan 12:47).